LA VENATORA

POR DAVID LORÉN BIELSA

Año 1850. Bosques de Brecon, Gales, Reino Unido.

Las llamas acariciaban el caldero, cuyo contenido burbujeaba lanzando hacia la estrellada noche el aroma de su contenido. Los tres soldados no pudieron evitar salivar ante tan deliciosa invitación.

Un chaval menudo, que no podía tener más de doce años, de cabellos muy rubios y rizados con unos ojos de azul aguamarina que le conferían un rostro angelical, era quien removía la sopa con un cucharón.

—¿Quién va? —preguntó el mozuelo con una voz vivaracha.

—Soldados, querubín —contestó el mayor de los tres hombres al percatarse del aspecto del niño—. ¿Acaso no ves los uniformes o los fusiles que portamos?

El improvisado campamento en mitad del prado lo formaban no solo la campestre cocina, sino también dos tiendas —una más pequeña que la otra—, así como dos caballos. Uno de ellos, de color ceniza, era robusto y de gran tamaño, de los que habitualmente se usan para el tiro, aunque no hubiera carro alguno. En cuanto al otro, apreciaron a una esbelta yegua negra como el cielo nocturno.

La noche era muy luminosa, con una elegante luna creciente decorando el firmamento, por lo que vieron que la primera línea de árboles del frondoso bosque no quedaba lejos. Aun así, a pesar de los indicios que indicaban que el grupo debía de ser como mínimo de dos personas, no había ni rastro de quién acompañara al niño.

—Tenía que preguntar —aclaró el niño mirándolos con las llamas reflejándose en sus claras pupilas—. Los caminos no son siempre seguros, aunque los patrullen los soldados de la Reina. Podrían ser delincuentes disfrazados.

Los tres hombres se miraron y se pusieron a reír, acto seguido se acercaron a la lumbre.

—Huele que alimenta —dijo el más joven de ellos.

—Pues sentaos, puesto que he hecho de más. Seguro que llega para todos.

Cogió tres cuencos de dentro de una bolsa de arpillera y los repartió. Después, con el mismo cucharón con el que removía el interior del caldero, fue sirviendo una ración a cada uno. Entre el caldo identificaron no solo verduras, sino también carne blandita, de esa que se separa del hueso con facilidad. Comenzaron a devorar el contenido sin muchas ceremonias.

—¿Y tu acompañante? —preguntó, con la boca llena, el único soldado que hasta el momento no había hablado.

—Una dama —contestó el niño con rapidez—, aunque soy yo el que la acompaña a ella. Es mi señora y yo le sirvo.

—¿Es que es una noble o algo así? —preguntó el más mayor sin poder ocultar su interés.

—Creo que no, pero es cierto que siempre la trato como si lo fuera, puesto que ella ordena y yo obedezco. La sirvo, puesto que me encargo de los caballos, de montar y desmontar el campamento, así como de comprar víveres y asegurarnos el sustento.

—Pero viajáis vosotros dos solos —concluyó el más joven—. Sin escolta ni nada.

Lanzó al resto miradas cómplices.

—No la necesitamos o… al menos, nunca la hemos necesitado. 

—¿Y qué hacéis en este lugar tan apartado? —preguntó el tercero con una mueca burlona, para acto seguido llevarse una cucharada a la boca—. Deberíais saber que no es seguro —aseveró tras engullir.

—Sí, bueno, hemos oído los rumores —aseguró el niño—. Aquellos que hablan de que el bosque escupe todo tipo de criaturas demoníacas. Al fin y al cabo, eso hace aquí el ejército, ¿no?, asegurarse de que ninguna se escapa y se acerca a las poblaciones cercanas. Pero es inevitable leer todo tipo de historias en los periódicos sobre ataques salvajes y horrendos, o desapariciones sin explicación alguna. Yo creo que sí, que algo sale de ese bosque regularmente y por eso es necesaria su presencia, caballeros, para evitar que el mal se extienda.

—Te gusta hablar, chaval, demasiado. —El mayor echó trago de una bota de vino que le acababa de acercar el aludido—. Pero no has contestado la pregunta. ¿Qué hacéis?

—Mi señora viene regularmente a este lugar, puesto que es donde se perdió el rastro de una amiga suya hace, ahora ya, diez años. Por cómo habla de ella creo que la consideraba una hermana, y que la quería muchísimo, por eso nunca ha superado la desaparición. Yo era muy crío, claro, cuando eso sucedió, pero sé que ella viene cada aniversario del suceso, se adentra en el bosque, busca alguna pista y que nos vamos cuando cree que no va a encontrar nada. Hasta donde yo sé, nunca lo ha hecho. Se llamaba Elisabeth Seacaid, la desaparecida —aclaró cuando vio que los soldados le miraban con la incomprensión dibujada en sus rostros.

—¿Debería de sonarnos? —preguntó el joven—. No le veo sentido a buscar a alguien que desapareció hace tanto.

—Eso mismo pienso —corroboró el niño—, y se lo digo. Porque yo con ella tengo confianza como para decirle lo que pienso, no creáis que porque es mi señora no…

Una voz tan femenina como segura de sí misma le interrumpió.

—¿Tienes que hacerte el fanfarrón delante de ellos? ¿Es porque son soldados?

Los tres hombres se giraron sobresaltados, puesto que no la habían escuchado, ni visto, acercarse en mitad de la noche. No reaccionaron ni para ponerse en pie, tal como marcaba la etiqueta, y se quedaron pasmados ante la presencia de la mujer, que se encajó, como si se le hubiera movido, una gorra negra con un pompón vermellón en la parte superior, de corte balmoral, típica de las gentes del norte.

—Isobel Shadden —se presentó.

A pesar de ser todavía joven, puesto que aparentaba tener treinta y algo, parecía alguien de sobrada experiencia. Una cicatriz surcaba la blanquecina piel su rostro, desde la sien derecha hasta casi la barbilla, que no empañaba su belleza; más bien al contrario, le confería un carisma inusitado. Una trenza larga y pelirroja le caía por la espalda, color que era una prueba de su ascendencia de las tierras altas. Sus ojos, avellana, delataban fuerza, ingenio y determinación. El conjunto lo completaba una casaca granate con elegantes bordados en negro, pantalones cómodos y unos botines a juego de escaso tacón. Por encima vestía un abrigo largo de color oscuro.

—Somos… —balbucearon al unísono los soldados—. Nosotros…

—Soldados hambrientos, por lo que veo —finalizó ella la frase con una sonrisa—. ¿Han comido suficiente? Si lo desean pueden repetir. Seraph  —entendieron que se refería al niño— puede servirles cuanto deseen, nos encanta ayudar a los soldados de su Majestad la Reina cuando estamos en el camino.

Los tres comenzaron a eructar al mismo tiempo, llevándose las manos al estómago.

—Muy generosa, pero estamos llenos —dijo el más mayor—. Muy llenos.

—Es una receta muy especial, ¿verdad Seraph? —Le puso una mano en el hombro y le obligó a retirarse hacia atrás.

—Sí, muy especial, ya lo creo, y además apesta  que no veas —aseveró este mientras obedecía la indicación, alejándose de la lumbre.

Los tres soldados se tiraron al suelo entre fuertes retorcijones, al mismo tiempo que sus rostros se congestionaban por el dolor. Entre estertores, la piel se les oscureció, ajó y arrugó, para después comenzar a abrirse. Bajo aquel disfraz humano, comenzaron a vislumbrarse tres seres monstruosos. Sus manos se convirtieron en garras, su mandíbula se ensanchó y alargó, apareciendo a su vez amenazantes colmillos, y sus ojos se encendieron con un rojo brillante.

Aunque lo intentaron, no tuvieron oportunidad de levantarse, ni de atacar a la que comprendieron que iba a ser su cazadora. La mujer, bajo el abrigo, desenfundó dos revólveres de cuatro cañones dorados cada una y cargador de tambor de ocho proyectiles, que usó para descerrajarles, de forma rápida y certera, varios disparos en la cabeza. Dos para cada uno, tres balas por pistola.

Tras dejar que el humo de los cañones se disipara, enfundó y caminó entre ellos para asegurarse de que ninguno había sobrevivido.

—Malditos metamorfos —espetó agachándose al lado de uno—. Odio los que pueden aparentar ser humanos.

—¡Claro! —Seraph soltó una carcajada—. Los que aparentan ser demonios son mucho más fáciles de distinguir.

Ella le miró con cierto reproche, aunque acabó sonriendo.

—Así que la fórmula ha funcionado.

Le dio una patada al caldero para volcar su contenido, puesto que era verdad que olía francamente mal. Costaba no vaciar el estómago con ese aroma.

—Ya lo creo, han venido como moscas a la miel, porque para ellos se ve que esto es una delicia. Parece que la bruja esa del carruaje no nos ha engañado.

Ambos rodaron los cuerpos, cuya carne comenzó a deshidratarse confiriéndoles el aspecto de una momia, para que quedaran sobre la hoguera. Comenzaron a arder, lo que hizo que el  desagradable aroma de la zona empeorara todavía más. Era evidente que no podrían dormir cerca de allí.

—Bueno, ¿dónde has quedado con esa mujer? —preguntó Isobel.

—Ahora que lo dice, no he quedado con ella. Me ha dado la fórmula para que la probáramos, eso es todo.

Tal como el niño comenzó a desmontar el campamento, escucharon el relinche de dos caballos de tiro, tan negros —corroboraron al verlos— como el carromato que estiraban. Lo conducía un hombre mayor de mirada cetrina.

Se detuvo cerca, en el camino, así que se acercaron. La puerta se abrió y apareció una señora en la cincuentena con la típica estampa de una bruja romaní.

—Bien, Venatora, parece que decía la verdad —dijo con una voz afónica y carrasposa, pero directa.

—Lo mismo digo, señora —respondió Isobel—. Su brebaje ha funcionado. Ha atraído a estos demonios, que habían tomado el aspecto, ropajes y armas de una patrulla pequeña, cuyos dueños supongo que estarán muertos no muy lejos de aquí.

—Ya los encontrará otra patrulla por la mañana, si es que eso importa. Si no, pues su carne será aprovechada por los animales carroñeros. Regresará a la Madre, como todo.

Aquella idea le hizo pensar en su mejor amiga,  Elisabeth Seacaid, desaparecida diez años atrás en aquellos mismos bosques. Puede que ella hubiera acabado de la misma forma, alimentando a cualquier bestia carroñera. Sacudió ese pensamiento de su mente y decidió centrarse en su conversación con la gitana.

—De acuerdo, señora. ¿Qué es lo que quiere de mí? Usted me ha buscado y me ha puesto a prueba, así que hable.

—Es directa, joven, muy directa. Me gusta.

Chasqueó la lengua y la miró con unos profundos ojos oscuros, como si siguiera calibrándola. Pero enseguida continuó.

—Le sigo la pista a un peligroso demonio y sus pasos me llevan hasta Birmingham, donde se ha instalado. Pero necesito ayuda para acabar con él, ¿y quién mejor que una Daemonium Venatora?

—¿Y por qué va tras él?

—Eso es entre ese ser y yo, puesto que es algo personal, y nunca hablo de mí. Creo que me entenderá, puesto que intuyo que usted también es de las que tampoco desvelan sus asuntos privados.

La cazadora de demonios asintió, dándole la razón.

—Pero necesito saber a qué nos enfrentamos.

—A algo muy peligroso, Venatora, puesto que es un demonio de la lujuria.

Seraph tembló de pies a cabeza al oírlo y luego miró a su señora. Isobel Shadden permaneció fría e impertérrita. Si aquella información le supuso la menor tribulación, no lo aparentó.


Un relato de David Lorén Bielsa para Revista Vaulderie. Todos los derechos reservados por el autor.

Ilustración de Guilherme Marconi: guimarconi.artstation.com

SOBRE EL AUTOR:

Si quieres saber más del autor, puedes visitar su página: https://losmundosdelemperador.wordpress.com/


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